Folk Tale

Los Dos Ivanes, Hijos de un Soldado

Translated From

Два Ивана солдатских сына

AuthorАлександр Афанасьев
Book TitleНародные Русские Сказки
Publication Date1855
LanguageRussian
LanguageSpanish
OriginRussia

En cierto reino, en cierto país, vivía un campesino. Llegó un día en que le enrolaron como soldado. Al despedirse de su mujer, que estaba embarazada, le dijo: -Mujer, procura vivir con decencia, sin dar qué decir a la gente, gobierna con buen tino nuestra casita y espérame: si Dios quiere, volveré cuando me den la licencia absoluta. Aquí tienes cincuenta rublos. Tanto si es una hija como si es un hijo lo que nazca, guarda este dinero hasta que crezca. Si es una hija, podrás dotarla cuando se vaya a casar; si es un varón lo que Dios nos concede, también le será de gran ayuda este dinero cuando sea mayor. El campesino se despidió de su mujer y partió hacia el lugar donde debía presentarse.. Al cabo de unos tres meses, su mujer dio a luz dos niños gemelos y les puso por nombre Iván: los dos Ivanes, hijos de un soldado. Los niños empezaron a crecer lo mismo que sube la masa con buena levadura. Cuando cumplieron diez años, la madre los puso a estudiar. Progresaron rápidamente, dejando atrás a los hijos de los boyardos y de los mercaderes, ninguno de los cuales sabía leer, escribir ni contestar mejor que ellos. Envidiosos, no dejaban pasar día sin pegar o pellizcar a los mellizos. Hasta que uno de los hermanos le dijo al otro: -¿Van a estar mucho tiempo pegándonos y pellizcándonos? Nuestra madre no para de hacernos ropa y comprarnos gorros, porque todo lo que nos ponemos nos lo hacen trizas nuestros compañeros. Vamos a ajustarles las cuentas a nuestra manera. Y decidieron defenderse el uno al otro y estar siempre juntos. Al día siguiente, los hijos de los boyardos y de los mercaderes em¬pezaron a meterse con ellos, como siempre; pero los gemelos, hartos de aguantar, se pusieron a devolver los golpes, y allá fueron: a uno le saltaron un ojo, a otro le partieron un brazo, al tercero le rompieron la cabeza... A todos los dejaron maltrechos. En seguida acu¬dieron los guardias, maniataron a los bravos muchachos y los me¬tieron en la cárcel. El suceso llegó a oídos del zar: hizo comparecer a los gemelos, les preguntó cómo había ocurrido todo y luego or¬denó que los pusieran en libertad. -Ellos no son culpables -dijo-. Dios ha castigado a los que les provocaron. Crecidos ya, los dos Ivanes hijos de un soldado le pidieron a su madre: -¿No dejó algún dinero nuestro padre, mátushka? Porque, si algo dejó, podrías dárnoslo para ir a la ciudad y comprarnos un buen caballo cada uno. La madre les dio los cincuenta rublos -veinticinco a cada uno y les hizo esta recomendación: -Escuchad, hijos míos: cuando vayáis camino de la ciudad, saludad a todas las personas con quienes os crucéis. -Está bien, madre querida. Conque partieron los hermanos para la ciudad y fueron al mercado de caballerías; pero, aunque había muchos caballos, ninguno a tenor de unos mozos tan garridos. -Vamos a aquel otro extremo de la plaza -dijo uno de los hermanos-: fíjate qué gentío tan tremendo se ha juntado allí. Cruzaron la plaza y, después de abrirse paso entre la muchedumbre, vieron dos potros sujetos a unos postes de roble, el uno con seis cadenas y el otro con doce. Los animales tiraban de las cadenas, tascaban el freno y escarbaban la tierra con los cascos. Nadie se atrevía a aproximarse a ellos. -¿Qué pides por tus potros? -le preguntó al dueño uno de los Ivanes hijos de un soldado. -Mejor será que no metas las narices, hermano. Los vendo; pero, si no están al alcance de tu bolsillo, ¿a qué preguntar? -¿Por qué hablas de lo que no sabes? Quizá los compremos. Pero necesitamos verles la dentadura primero. -Prueba, si tan poco apego le tienes a la vida -replicó el amo de los animales con sorna. En seguida, uno de los hermanos se aproximó al caballo que estaba sujeto por seis cadenas y el otro al que estaba sujeto por doce cadenas. Intentaron mirarles los dientes. ¡Imposible! Los potros se alzaron sobre las patas traseras resoplando con furia. Los hermanos les pegaron entonces un rodillazo a cada uno en el pecho: saltaron las cadenas y los potros salieron disparados, patas arriba, a cinco sazhenas de distancia. -¿Y presumías tú de potros? Pues nosotros, ni de balde querríamos semejantes jamelgos... La gente se hacía cruces, maravillada ante aquellos bogatires. En cuanto al amo de los caballos, poco le faltaba para llorar: los animales habían escapado al galope de la ciudad y ahora corrían por los campos como desbocados, sin que nadie se atreviera a acercarse ni supiera cómo capturarlos. Hasta que los Ivanes hijos de un soldado se compadecieron del hombre, salieron también al campo y llamaron a los caballos con voz potente y un silbido atronador. Los potros acudieron inmediatamente y se inmovilizaron delante de ellos. Los muchachos les pusieron entonces las cadenas y los condujeron hasta los postes de hierro donde los dejaron bien amarrados. Hecho lo cual, emprendieron el regreso a su casa. Iban caminando, cuando se cruzaron con un viejo de pelo canoso. En ese momento no se acordaron de lo que les había recomendado su madre, y pasaron de largo sin saludarle. Pero, al poco, uno de ellos cayó en la cuenta: -¿Qué hemos hecho, hermano? No hemos saludado al viejo. Vamos a darle alcance para subsanar nuestra falta. Conque dieron alcance al viejo, se quitaron los gorros y le sa¬ludaron con una profunda inclinación diciendo: -Perdona que hayamos pasado sin saludarte, abuelo. Nues¬tra madre nos ha recomendado muy expresamente que rindamos honor a todas las personas con quienes nos crucemos. -Gracias, muchachos. ¿Y dónde habéis estado? -Hemos estado en la ciudad. Queríamos comprar un buen ca¬ballo cada uno, pero no hemos encontrado nada que nos conviniera. -¿Cómo os vais a arreglar ahora? ¿Y si os lo regalara yo? -Si haces eso, abuelo, nuestras oraciones te acompañarán eternamente. -Vamos, pues. El anciano los condujo hasta una gran montaña, donde abrió una puerta de hierro, haciendo salir a dos recios caballos. -Aquí tenéis los caballos, bravos muchachos. Que Dios os acompañe, y haced uso de ellos con salud. Los hermanos le dieron las gracias, montaron en los caballos y galoparon hacia su casa. Cuando llegaron, ataron los caballos a un poste en el corral y entraron en la isba. -¿Habéis comprado los caballos, hijos míos? -preguntó la madre. -No los hemos comprado, sino que nos los han regalado. -¿Y dónde los habéis dejado? -Delante de la isba. -Tened cuidado, hijos, no vaya a llevárselos alguien. -No, mátushka. A esos caballos no hay quien se los lleve; ni siquiera quien se acerque a ellos. La madre salió a la calle, vio los recios caballos y rompió a llorar: -¡Ay, hijos míos! Ya veo que no estáis hechos para permanecer a mi lado. Al día siguiente, los muchachos rogaron a la madre: -Permite que vayamos a la ciudad a comprarnos un sable cada uno. -Está bien, hijos queridos. Montaron a caballo, fueron a una herrería y le dijeron al herrero: -Haznos un sable a cada uno. -No necesito hacerlo. Aquí tenéis de sobra dónde elegir. -¡Quiá, hombre! Nosotros necesitamos sables que pesen treinta puds. -¡Vaya ocurrencia! ¿Quién iba a manejar semejante mole? Ad¬más, que no hay en el mundo fragua donde poderlos forjar. ¿Qué podían hacer? Volvían a su casa, cabizbajos, cuando se encontraron con el mismo viejo por el camino. -¡Hola, muchachos! -Hola, abuelo. -¿De dónde venís? -De la ciudad. Hemos ido a una herrería para comprar un sable cada uno, pero no hay ninguno que empalme en nuestra mano. -Mal asunto. ¿Y si os lo regalara yo? -Si haces eso, abuelo, nuestras oraciones te acompañarán eternamente. El anciano los condujo hasta una gran montaña, abrió una puerta de hierro y sacó dos sables gigantescos. Ellos los empuñaron, dieron las gracias al anciano y al instante salieron alegres y felices. Cuando volvieron a su casa, la madre les preguntó: -¿Habéis comprado los sables, hijos míos? -No los hemos comprado, sino que nos los han regalado. -¿Y dónde están? -Los hemos dejado fuera. -Tened cuidado, hijos míos, no vaya a llevárselos alguien. -No, mátushka. Esos sables no hay quien se los lleve, ni si¬quiera en un carro. La madre se asomó al corral y vio, recostados contra la pared, los dos sables gigantescos cuyo peso apenas podía sostener la casita. Rompió a llorar diciendo: -¡Ay, hijos míos! Ya veo que no estáis hechos para permane¬cer a mi lado. A la mañana siguiente, los dos Ivanes hijos de un soldado en¬sillaron sus recios caballos, empuñaron sus sables gigantescos y entraron en la isba para hacer sus oraciones y despedirse de su madre. -Danos tu bendición, mátushka, antes de emprender el largo camino que nos espera. -Que mi bendición maternal sea con vosotros en todo momento, hijos míos. Id con Dios. Daos a conocer y que la gente os conozca. No ofendáis a nadie sin razón, pero tampoco dejéis sin castigo a los malvados. -No temas, mátushka. Nuestro lema es: camino sin agraviar; si me agravian, no perdono. Luego montaron a caballo y partieron. No sé si llegaron lejos o no, si anduvieron mucho o poco, porque las cosas se cuentan pronto pero tardan en hacerse... El caso es que se encontraron en una encrucijada donde había dos postes, cada uno con un cartel. Uno decía: «Quien vaya a diestra, a zar llegará.» El otro decía: «Quien vaya a siniestra, la muerte hallará.» Se detuvieron los hermanos, leyeron las inscripciones y se quedaron cavilando hacia dónde debía marchar cada uno. Si tomaban los dos el camino de la derecha, era hacer poco honor a su fuerza y su arrojo. En cuanto a tomar el camino de la izquierda, ninguno tenía ganas de morir. Pero debían decidirse, y entonces dijo el uno: -Mira, hermano, como yo soy más fuerte que tú, tomaré el camino de la izquierda y ya veré lo que debe ocasionarme la muerte. En cuanto a ti, marcha hacia la derecha, y quizá quiera Dios que llegues a ser zar. Al despedirse intercambiaron sus pañuelos y convinieron en que cada uno seguiría su camino marcándolo con postes, donde irían dejando razón de lo que sucediera. Además, cada mañana se enjugarían el rostro con el pañuelo del otro ya que, si en el pañuelo aparecía sangre, sería señal de que el hermano había hallado la muerte. En caso de suceder tamaña desgracia, el que quedase vivo iría en su busca. Los jóvenes partieron en direcciones opuestas. El que guió su cabalgadura hacia la derecha llegó hasta un reino floreciente, cuyos soberanos tenían una hija: la zarevna Nastasia la Hermosa. El zar vio a Iván hijo de un soldado, le cobró cariño por su bizarría y, sin pensarlo poco ni mucho, le dio a su hija por esposa y le nom¬bró el zarévich Iván, ordenándole que gobernara todo el reino. El zarévich Iván vivía feliz y contento, gozando del amor de su espo¬sa, gobernando con buen tino y divirtiéndose con las cacerías. Una vez que se disponía a salir de caza encontró en su silla de montar, cuando se la colocaba al caballo, dos pomos que conte¬nían agua de la salud el uno y agua de la vida el otro. Después de contemplarlos, volvió a dejarlos donde estaban, pensando: «Los guardaré. ¿Quién sabe si no los necesitaré un día?» En cuanto a su hermano, el Iván hijo de un soldado que tomó el camino de la izquierda, fue galopando día y noche infatigable¬mente. Transcurrió un mes, luego otro, después un tercero, y entonces llegó a un país desconocido. Justo a la capital. En aquel país reinaba una gran aflicción: las casas tenían colgaduras negras y la gente andaba tambaleándose, como si estuviera dormida. Pidió hos¬pedaje a una pobre vieja en la peor casa que encontró, y empezó a hacerle preguntas: -¿Podrías decirme, abuela, por qué anda la gente tan triste en vuestro país y por qué tienen todas las casas colgaduras negras? -¡Ay, buen mozo! Estamos padeciendo una gran desgracia. Todos los días sale del mar azul, por detrás de una roca gris, un culebrón de doce cabezas que se come a una persona de un boca¬do. Ahora le ha tocado el turno al palacio del zar... Tiene tres zarevnas preciosas, y justamente ahora acaban de llevar a la mayor de ellas a la orilla del mar para que la devore el culebrón. Iván hijo de un soldado montó en su caballo y partió al galope hacia el mar azul y la roca gris. Cuando llegó a la orilla, vio a la preciosa zarevna encadenada. -Márchate de aquí, bravo caballero -le dijo la zarevna al descubrir su presencia-. Pronto aparecerá el culebrón de las doce cabezas. A mí me matará, pero tú correrás la misma suerte: ese bicho feroz te devorará. -No temas, hermosa doncella. Quizá conmigo se atragante. Iván hijo de un soldado se aproximó luego a ella, empuñó la cadena con su mano de gigante y la hizo pedazos como si se tratara de una cuerda podrida. Luego se recostó en las rodillas de la hermosa doncella diciendo: -Búscame un poco en la cabeza. Pero no estés tan atenta a rebuscarme entre el pelo como a vigilar: despiértame en cuanto se acerque una nube, empiece a soplar el viento y se agite el agua. La hermosa doncella obedeció y, más que rebuscar entre el cabello de Iván, estuvo atenta a lo que ocurría sobre el mar. De pronto fue acercándose una nube, sopló el viento, se agitó el mar y de las aguas azules salió el culebrón, que empezó a trepar tierra adentro. La zarevna despertó a Iván hijo de un soldado. El joven se incorporó, y apenas había tenido tiempo de montar en su caballo cuando ya llegaba el culebrón a toda velocidad. -¿Qué has venido a buscar aquí, Iván? Este sitio me pertenece. Despídete ahora del mundo y métete tú mismo en mis fauces. Así sufrirás menos. -¡Estás equivocado, maldito culebrón! Tú a mí no me engulles -replicó el bogatir. Desenvainó su afilado sable, lo enarboló y, al dejarlo caer, tajó las doce cabezas del culebrón. Luego levantó la roca gris, metió las cabezas debajo, arrojó el cuerpo al mar y regresó a la casa de la viejecita. Allí comió, bebió, se acostó y estuvo durmiendo tres días y tres noches. Entre tanto, el zar hizo venir a un aguador y le dijo: -Llégate a la orilla del mar y recoge por lo menos los huesos de la zarevna. El aguador fue a la orilla del mar azul, vio a la zarevna sana y salva, la hizo subir a su carro y la condujo a lo más profundo de un bosque oscuro. Una vez allí, se puso a afilar un cuchillo. -¿Qué vas a hacer? -preguntó la zarevna. -Te voy a degollar. Para eso estoy afilando el cuchillo. -No me degüelles -rogó la zarevna llorando-. Yo no te he hecho ningún daño. -Si le dices a tu padre que te he librado yo del culebrón, te perdonaré la vida. La zarevna no tuvo más remedio que acceder. Volvieron al pa¬lacio, y el rey se alegró tanto de ver a su hija, que nombró coronel al aguador. Cuando Iván hijo de un soldado se despertó, llamó a la vieja en cuya casa se hospedaba y le dijo: -Acércate al mercado, abuela, compra lo que necesites y escucha lo que dice la gente por si hay alguna novedad. La vieja fue al mercado, hizo algunas compras, escuchó las noticias que contaba la gente y volvió diciendo: -Cuenta la gente que nuestro zar ha dado un gran festín, que han asistido príncipes, embajadores, boyardos y grandes personajes. Entonces penetró por una ventana una flecha de hierro templado y se clavó en el centro de la mesa. La flecha traía sujeta una carta de otro culebrón de doce cabezas diciendo que si no le llevan a la zarevna mediana, arrasará el reino entero por el fuego y aventará las cenizas. De manera, que hoy conducirán a la pobrecita a la orilla del mar, donde está la roca gris. Iván hijo de un soldado ensilló inmediatamente su recio caballo, montó en él y partió al galope hacia el mar azul. -¿A qué vienes aquí, valeroso joven? -preguntó la zarevna al verle-. Hoy me toca a mí morir y verter mi sangre. Pero tú, ¿qué necesidad tienes de exponerte? -No temas, hermosa doncella. Confiemos en Dios. Apenas había pronunciado estas palabras, el culebrón se abalanzó sobre él, escupiendo fuego, para matarle. El bogatir asestó un golpe con su afilado sable y le cortó las doce cabezas. Luego metió las cabezas debajo de la roca, arrojó el cuerpo al mar y volvió a su casa donde comió, bebió y de nuevo se acostó a dormir tres días y tres noches. Otra vez fue el aguador a la orilla del mar, encontró a la zarevna sana y salva, la hizo subir a su carro, la condujo a un bosque oscuro y se puso a afilar su cuchillo. -¿Por qué afilas el cuchillo? -preguntó la zarevna. -Para degollarte. Pero te perdonaré la vida si juras decirle a tu padre lo que yo te mande. Juró la zarevna, y él la condujo al palacio. El zar se alegró tanto al verla, que nombró general al aguador. Iván hijo de un soldado se despertó al cuarto día y le pidió a la viejecita que fuera al mercado a enterarse de las noticias. Ella fue al mercado y volvió diciendo: -Ha aparecido otro culebrón y también le ha mandado al zar una carta exigiendo que le entregue a la menor de las zarevnas para devorarla. Iván hijo de un soldado ensilló su recio caballo, montó en él y fue galopando hacia el mar azul. Allí estaba la hermosa zarevna, encadenada. El bogatir agarró la cadena, pegó un tirón y la rom¬pió como si fuera una cuerda podrida. Luego se recostó sobre las rodillas de la hermosa doncella y le dijo: -Búscame en la cabeza. Pero no estés tan atenta a rebuscarme entre el cabello como a vigilar: despiértame en cuanto se acerque una nube, empiece a soplar el viento y se agite el agua. La hermosa doncella así lo hizo... De pronto apareció una nube, sopló el viento, se agitó el mar, y de las aguas azules salió un culebrón que empezó a trepar tierra adentro. La zarevna se puso a despertar a Iván hijo de un soldado, pero sin conseguirlo por mu¬cho que le sacudía. Entonces rompió a llorar, y una de sus lágrimas ardientes le cayó en una mejilla al bogatir, que despertó a su contacto y corrió hacia su caballo. El recio corcel había cavado ya media arshina de tierra con los cascos. El culebrón de las doce cabe¬zas llegaba volando y escupiendo fuego. Al ver al bogatir, exclamó: -Muy apuesto eres y muy agradable, bravo muchacho; pero perderás la vida. Yo te devoraré con huesos y todo. -Estás equivocado, maldito culebrón. Te atragantarás. Iniciaron una pelea a muerte. Iván hijo de un soldado manejaba su sable con tanta rapidez y tanta fuerza, que se calentó al rojo blanco y no era posible sostenerlo entre las manos. -¡Ayúdame, hermosa doncella! -rogó-. Despréndete de tu precioso pañuelo, mójalo en el mar azul y dámelo para envolver la empuñadura del sable. La zarevna corrió a humedecer su precioso pañuelo y se lo entregó al valeroso muchacho. El lo enrolló alrededor de la empuñadura de su sable, que descargó sobre el culebrón hasta cortarle las doce cabezas. Luego metió las cabezas debajo de la roca gris, arro¬jó el cuerpo al mar y volvió galopando a su casa, donde comió, bebió y se acostó a dormir tres días y tres noches. El zar envió otra vez al aguador a la orilla del mar. El aguador condujo a la zarevna hasta un bosque oscuro, sacó su cuchillo y se puso a afilarlo. -¿Qué haces? -preguntó la zarevna. -Estoy afilando el cuchillo para degollarte. Pero te perdonaré la vida si le dices a tu padre que yo vencí al culebrón. Atemorizada, la hermosa doncella juró decir lo que él quería. Aquella hija, la menor, era la preferida del zar. Cuando la vio viva, sin el menor rasguño, su alegría fue aún mayor y, no sabiendo ya cómo recompensar al aguador, decidió dársela por esposa. La noticia cundió por todo el país. Enterado Iván, hijo de un soldado, de que el zar preparaba la boda de su hija menor, se presentó en el palacio. Se estaba celebrando un festín. Los invitados comían, bebían, se solazaban con toda clase de juegos... La menor de las zarevnas miró a Iván hijo de un soldado, vio su precioso pañuelo atado a la empuñadura del sable y se levantó presurosa de la mesa para conducirle de la mano hasta su padre diciendo: -Padre y señor mío: éste es quien nos libró de la muerte horrible que quería darnos el feroz culebrón. El aguador, lo único que hizo fue afilar su cuchillo diciendo que era para degollarnos. Indignado, el zar ordenó que el aguador fuera ahorcado inmediatamente. Luego le concedió la mano de la zarevna a Iván hijo de un soldado. La boda se celebró con grandes festejos, y los jóvenes desposados vivieron felices y contentos. Veamos ahora lo que ocurría mientras tanto al zarévich Iván, el hermano de Iván hijo de un soldado. Una vez que salió de caza se le cruzó en el camino un ciervo muy veloz. El zarévich espoleó su caballo y se lanzó tras él. Después de mucho galopar llegó a una vasta pradera, pero el ciervo desapareció allí. Estaba pensando el zarévich Iván hacia dónde dirigirse, cuando vio a dos patos grises en un arroyo que corría por la pradera. Apuntó su escopeta, dis¬paró y los mató a los dos. Después de sacarlos del agua y guardarlos en su bolsa reanudó la marcha hasta hallarse delante de un palacio blanco. Penetró en él dejando su caballo atado a un poste, pero no encontró ni un alma en todos los aposentos. Sólo en una estancia vio la estufa encendida, una sartén sobre el fogón y una mesa puesta con un solo cubierto de plato, tenedor y cuchillo. El zarévich Iván extrajo los patos de la bolsa, los desplumó, los vació, los dispuso sobre la sartén y los metió en el horno. Cuando estuvieron asados los sacó a la mesa, los trinchó y se puso a comer. De repente apareció una hermosa doncella, tan hermosa que nadie podría describirla ni pintarla, y le dijo: -De provecho te sirva el pan y la sal, zarévich Iván. -Gracias, hermosa doncella. ¿No gustarías acompañarme? -Lo haría de buen grado, pero me da miedo. Tienes un caballo encantado. -No, hermosa doncella. Te equivocas. A mi caballo encantado lo he dejado en casa y he venido en otro, que es como todos. Apenas escuchó estas palabras, la hermosa doncella comenzó a hincharse hasta convertirse en una espantosa leona que abrió las fauces y se tragó al zarévich entero. Porque no era una doncella como cualquier otra, sino hermana de los tres culebrones a los que Iván hijo de un soldado había dado muerte. Y precisamente el otro Iván hijo de un soldado sacó el pañuelo del bolsillo pensando en su hermano, se enjugó el rostro con él y vio que estaba todo manchado de sangre. -¿Cómo puede ser esto? -exclamó muy apenado-. Mi hermano marchó por el camino de la derecha, debía convertirse en zar, pero ha encontrado la muerte... Pidió licencia a su esposa y su suegro y, montado en el recio caballo, partió en busca de su hermano, el zarévich Iván. Al cabo de cierto tiempo, quizá poco o quizá mucho, llegó al país donde habitaba su hermano y, preguntando, se enteró de que el zarévich partió una vez de caza y desapareció sin que nadie volviese a verle nunca. Iván hijo de un soldado partió de caza por el mismo camino hasta que se cruzó con un ciervo muy veloz. Se lanzó tras él, llegó hasta una vasta pradera donde desapareció el ciervo, vio el arroyo y dos patos sobre el agua. Iván hijo de un soldado mató los patos, llegó al palacio blanco y entró en los aposentos. Todos estaban desiertos, menos una estancia donde estaba encendida la estufa y había una sartén. Asó los patos, salió con ellos al patio, se sentó en el porche, los trinchó y se puso a comer. De pronto apareció delante de él una hermosa doncella. -De provecho te sirva el pan y la sal, apuesto mancebo. ¿Por qué comes aquí fuera? -No me apetecía quedarme entre cuatro paredes. Aquí se está más a gusto. Siéntate conmigo, hermosa doncella. -Lo haría de buen grado, pero le tengo miedo a tu caballo encantado. -Si sólo es eso, no te preocupes: he venido en un caballo como todos. Ella se lo creyó, la muy tonta, y empezó a hincharse hasta convertirse en una espantosa leona. Abría ya las fauces para tragarse al apuesto mancebo, cuando acudió el caballo encantado y la derribó con sus poderosos cascos. Iván hijo de un soldado desenvainó entonces su afilado sable y gritó con voz estentórea: -¡Quieta, maldita fiera! ¿Te has tragado a mi hermano, el zarévich Iván? Echalo fuera o te hago pedazos. La leona eructó y echó por la boca al zarévich Iván: estaba muerto, empezaba a descomponerse y tenía el rostro desfigurado. Iván hijo de un soldado extrajo entonces de su silla de montar los pomos con el agua de la salud y el agua de la vida. Roció a su hermano con el agua de la salud, y volvió a crecerle la carne del cuerpo. Le roció luego con el agua de la vida, y el zarévich Iván se incorporó diciendo: -¡Cuánto tiempo he dormido! -Como que, de no ser por mí, habrías dormido ya el sueño eterno -replicó Iván hijo de un soldado. Luego empuñó su sable para cortarle la cabeza a la leona, pero ésta se convirtió en una linda muchacha, tan bonita que nadie po¬dría describirla, y se puso a pedir perdón anegada en lágrimas. Iván hijo de un soldado se ablandó viendo tanta belleza y la dejó en libertad. Llegaron los hermanos al palacio, donde dieron un festín de tres días. Luego se despidieron. El zarévich Iván se quedó en su reino, mientras Iván hijo de un soldado regresaba a casa de su esposa, donde vivieron en amor y buena armonía. Al cabo de algún tiempo salió Iván hijo de un soldado a dar un paseo por el campo. Se encontró con un niño pequeño que le pidió limosna. Compadecido, sacó del bolsillo una moneda de oro y se la dio. Al tomar la limosna, el niño empezó a hincharse hasta convertirse en un león y despedazó al bogatir. Unos días después lo mismo le sucedió al zarévich Iván: salió a pasear por el jardín y se le acercó un viejecito a pedirle limosna. El zarévich le dio una moneda de oro. El viejecito tomó la limosna y empezó a hincharse hasta convertirse en un león, cayó sobre el zarévich y lo despedazó. Así perecieron los dos bogatires, víctimas de la hermana de los culebrones.


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