Folk Tale
El Pacto
Translated From
El Pacte
Author | Francesc Serés |
---|---|
Language | Catalan |
Other Translations / Adaptations
Text title | Language | Author | Publication Date |
---|---|---|---|
Eth Pacte | Occitan | _ | _ |
The Pact | English | _ | _ |
Language | Spanish |
---|---|
Origin | Spain |
Ahora todo parece una fábula, pero es cierto, yo vivía en una de aquellas casas que delimitan el espacio de la era de en medio, una plaza dónde se celebraban fiestas de verano, ágapes comunitarios y bailes de acordeón y violín. Y por dónde pasaba el cortejo de las bodas y los bautizos que salían de la iglesia, hoy cerrada. La iglesia, la plaza ante ella y el pequeño cementerio eran el centro de una cuarentena de masías dispersas entre Santa Pau y Mieres.
La casa que me habían acondicionado es la única que comparte paredes medianeras con la de al lado, una casa vieja que pertenecía, como tantas otras, a uno de los linajes más antiguos de la comarca. El propietario, el señor de casa Cadamont, la había cedido y había remodelado las cuadras para convertirlas en una biblioteca, que debía hacer también las veces de escuela del pueblo. El señor de casa Cadamont tenía fincas repartidas por toda la sierra y era conocido en todas partes por sus artículos en la prensa de Olot y de Gerona. Reformista, librepensador, el señor de casa Cadamont se había ofrecido a pagar al maestro y bibliotecario, y a ceder la casa y los libros que hicieran falta.
Transcurría el año 1925, y mi llegada al Sallent fue todo un acontecimiento.
Cuando llegué, después de pasar por la casa Cadamont, todo el mundo vino a recibirme, aquí mismo, en la plaza, la gente vino a verme a casa, las familias me saludaban y me agradecían que hubiese aceptado hacer de maestro en un pueblo tan pequeño.
Me habían asignado una mayordoma, una vieja que la señora de casa Cadamont había rescatado de los aledaños de Briolf, una pequeña sierra pasado el santuario del Collell. La mujer malvivía entre las paredes de un corral en ruinas, y la señora mandó a buscarla. María Pruan, que así se llamaba la vieja, limpiaba la biblioteca y la plaza, me lavaba la ropa y me preparaba la comida y la cena. La señora le ofrecía un techo, leña y comida, a cambio de ejercer de criada del maestro y de tener limpia la biblioteca.
La puerta de la biblioteca -la antigua puerta de las cuadras- se abría a las nueve. Los alumnos llegaban puntuales, repeinados y con sus libretas, y con un haz de leña bajo el brazo si era invierno. El vestíbulo de la casa se llenaba con una treintena de niños que leían, escribían o multiplicaban hasta la hora de comer. Nunca hacía falta decir que ya era la una, porque la vieja siempre llamaba a la puerta y traía la olla puntualmente. Comíamos juntos, los alumnos, la vieja y yo. Daba gusto, vernos comer a todos entre los libros de la biblioteca.
Cada día, después de comer, y si no llovía, salíamos un rato a la plaza. Cuando la vieja ya había recogido, los alumnos entraban de nuevo para despejar la mesa y barrer. El mayor pasaba un trapo húmedo y ya podíamos volver a empezar. Invierno, primavera, otoño... Los días en el Sallent tenían una constancia sólida, casi mecánica. Enseñar a leer y a escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir... Antes de llegar al tanto por ciento ya empezaban las ausencias de los chicos que pedían ir a trabajar al campo. Mi presencia no alteraba gran cosa.
La soledad no era problema. La biblioteca de casa Cadamont era enorme, o como mínimo, a mí me lo parecía entonces. ¡Cuántas veces deseé que el tiempo no se terminara cuando contemplaba aquellas hileras de estantes repletos de libros! Los alumnos se iban y yo me llegaba en bicicleta hasta casa Cadamont y me pasaba horas y horas allí encerrado. A veces, la señora me invitaba a cenar y me enseñaba los paquetes que el señor enviaba desde Barcelona, Perpiñán o París. Qué no habría dado, yo, por tener tiempo de leer todo aquello...
Si se había hecho de noche, en invierno, cuando los alumnos se iban a casa, yo paseaba hasta la Torroella y luego, cuando regresaba, empezaba a leer. Alguna noche la vieja se quedaba después de cenar y me contaba historias de los aledaños, odios ancestrales, hijos que no eran del padre que les criaba, robos inverosímiles, hechos de las guerras carlistas, lobos que bajaban al villar para espantar a los rebaños, damas de agua y otras fábulas que también me contaban los niños. Nunca se hacía demasiado pesada, en cuanto veía que yo tenía sueño, que me apetecía estar solo o que encendía velas para leer, ella recogía la bandeja y se retiraba al rincón que le habían preparado en la casa de al lado. Inviernos gélidos y veranos suaves en la biblioteca; aparte de dos cortejos amorosos que no tuvieron futuro, mi vida en el villar fue de una monotonía y de una tranquilidad deliciosas.
La vieja me fue cogiendo confianza, se había acostumbrado a mi compañía y a mis manías en lo que a comer y cuidar de la casa y la biblioteca respecta. Cómo echo en falta aquellas discusiones y aquellas comidas, las liebres y las becadas... Cada vez me contaba más y más cosas, rumores e historias que tanto podían haber acontecido en el Sallent como en cualquier otra parte de las montañas de los alrededores, en las Guillerías o en las Alberas, en los Pirineos o en el Montseny...
Todavía está en pie la ventana de la antigua escuela. No sé si aún deben quedar los muebles. Cerca de la ventana había un banco dónde yo me sentaba y escuchaba a la vieja, de vez en cuando, mientras preparaba algún dibujo para el día siguiente, o mientras repasaba la muestra o las cuentas.
De todo lo que me contó, recuerdo, por motivos que ahora están más claros que nunca, aquella conversación. Lo cierto es que la vieja tenía habilidad para contar las cosas. A veces, cuando empezaba a explicar algo, era como si, de pronto, y sólo porque lo estaba contando ella, las reglas de la realidad cambiasen. Si otra persona me hubiese relatado cuentos de lobos y de bosques, ¿me los hubiese creído? Quizá no, quizá era la penumbra, la tranquilidad de la habitación, el hecho de vivir en el Sallent, lejos de todo y de todos... No lo sé, pero la verdad es que los relatos de la vieja me liaban en todos los sentidos, tenía el don de saber cómo meterte dentro del relato.
Una noche, después de lavar, una noche en que se la veía muy cansada, se sentó ante mí y me dijo:
--Josep, yo le he contado muchas cosas, debe pensar que soy una cotorra, pero la verdad es que nunca le he contado lo más gordo que me ha pasado. --Yo creía que empezaría con una de sus fábulas de hombres que se habían perdido en el bosque y que habían luchado contra lobos y cosas de esas.-- No me mire así, Josep, lo que tengo que contarle, y que no le he contado a nadie nunca, es demasiado gordo, puede que sea lo más gordo que ha pasado jamás por aquí.
En momentos así, cuando yo ponía aquella cara de sabio relamido, con la pizarra y la biblioteca a mis espaldas, ella se enfadaba y se iba, tenía el genio fácil, saltaba como un muelle en cuanto se la contrariaba un poco. Pero hacía igual que los niños. Cuando luego yo le preguntaba qué le había pasado, ella me decía que no era asunto mío, que leyera y callara, que ya no quería contármelo. Había que insistir para que no se enfadara, le sabía muy mal que no se lo pidiese y había que frenar en el momento adecuado, había que... Pero aquel día, en cambio, estaba muy serena. “Ahora tendrá que escucharme y creerme”, parecía querer decirme.
Hacía tiempo que me insinuaba que un día me contaría una cosa “muy gorda, muy gorda”. Empezó un mes atrás, que si tenía que contármelo, que si quería pero no podía, y poco a poco... Intentaba encontrar el momento idóneo, hasta que llegó un día en que dispuso una silla ante el banco.
--Se lo tengo que contar, ya no puedo esperar más --estaba sentada con las manos sobre las rodillas.
--Vamos, pues.
--Un día, antes de que me recogiese la señora --dudó, inspiró aire, lo expulsó--, vi al diablo.
--Disculpe, María, ¿qué...?
--Ya lo ha oído. Cuatro veces, lo vi. No ponga esa cara, le digo la verdad. Ah, no me cree...
--Mujer... --Hice amago de levantarme.
--Ya lo sabía, que no me creería, no debería haberle contado nada. --Entonces ella también empezó a levantarse.
--María, mujer, cuente, por favor... --le dije. Ahora mismo, cuando lo recuerdo, recupero mi antiguo escepticismo. Si el amo, racionalista e ilustrado, nos hubiese oído...
--Ahora lo dice para quedar bien... Usted se irá y ya no volverá a pensar en todo esto, pero yo tengo que contárselo a alguien. Soy muy vieja, tengo la cara arrugada como una manzana de febrero y ya no viviré muchos años más, es por eso que le pido que me escuche, sólo por esta vez.
--Mujer... --asentí con la cabeza y eché un par de leños más al fuego.
--Y que me crea.
--Mujer, la creeré, en serio, venga, adelante.
--Mire, Josep, escúcheme, por favor, no le he pedido nunca nada y antes de que vuelva a la ciudad, si alguna vez vuelve, quiero que sepa qué le tiene que contar esta vieja --me hablaba como si me regañara con la mano--. Me lo encontré hará cosa de diez años, cuando yo vivía en el valle de ahí al lado. La primera vez que me vino a buscar iba yo por el camino del bosque, buscaba acelgas silvestres y borrajas, y entonces vi una cosa que se movía por detrás de los helechos. Era el diablo, ya se lo he dicho. Me mentó el nombre, María Pruan. Yo me quedé muy sorprendida, nunca me había topado con el diablo, pero claro, se veía que era él.
--A ver, a ver, María... ¿Me quiere decir cómo supo que era el diablo?
--¡No se ría de mí cómo si fuera una chiquilla, ha dicho que me escucharía! En cuanto lo vi salir de entre los helechos, vi en seguida que era él, Josep, estas cosas se saben, hay que ver qué cosas pregunta. Alto, muy moreno, con cuernos, rabo, barba, patas de macho cabrío y hedor a azufre --continuó la vieja mientras yo dejaba que se expresara, con mi actitud de sabio relamido.
--Mujer... Ese es el diablo que sale en todas partes. --Barba y cuernos, pensaba yo, y hedor a azufre, la fábula...
--¿Y cómo quería que lo reconociese, yo, si no era el que sale en todas partes? Pues claro que lo era, era él. Los ángeles tienen alas, y los diablos, cuernos, yo sólo los puedo reconocer así.
--De acuerdo, de acuerdo, no se enfade, no se enfade.
--Pues calle... ¿Callará?
--Callaré, callaré.
--Entonces me mentó el nombre: “María Pruan, hace días que te veo venir a buscar comida al bosque.
»”Claro”, le respondí yo, “¿qué otra cosa puede hacer una pobre vieja como yo? A la fuerza tengo que venir al bosque a buscar borrajas, y si me entretenéis, hoy no cenaré, tengo que recoger las borrajas”, le dije yo.
»”María Pruan, he venido hasta aquí para hacer un trato. Si tú quieres, no te hará falta recoger más acelgas ni borrajas ni pasar frío en el bosque para procurarte alimento. Tienes una cosa que me sería muy útil, María Pruan”, y el diablo me hizo incluso una reverencia, no se crea, fue la primera y la última vez que me han hecho una.
»”Ya os he dicho que me vais a hacer perder el tiempo.”
»”Si quieres, María Pruan, abandonarás esas ruinas dónde duermes. Vivirás en una casa de rico y tendrás lacayos y criadas, tantos como quieras. Y cocineras que te prepararán civets y demás requisitos.”
»”¿Y qué tendría que hacer yo? Explicádmelo rápido porque se me hace tarde y tengo que recoger borrajas.
»”Sólo tendrías que darme tu alma.”
Yo ya estaba un poco harto: el alma, los cuernos y el hedor a azufre... La vieja se levantaba y repetía los gestos que había hecho el diablo. Yo había leído mil veces historias como aquella, y pensaba que la vieja se reía de mí. En aquellas antologías populares de la biblioteca, ¿cuántas fábulas como aquella no habría?
--No ponga esa cara, Josep.
--¿Cómo quiere que no...
--Cuando el diablo me pidió el alma, que vale tan poca cosa, le dije que no valía la pena: “Soy una pobre vieja”, le dije, “a quién queréis llenar de riqueza y poder. Llegáis tarde, demasiado tarde. Me crié en una cabaña dónde dormía toda mi familia, mis hermanos y mis hermanas, y mi madre. Mi padre, ya debéis saberlo, si tan listo sois, se fue a la guerra con los carlistas y ya no volvió. Tres de mis hermanos se murieron de hambre. El frío era horroroso, dormíamos unos encima de otros y comíamos hierba, como las bestias, así eran las cosas cuando yo era pequeña. Trabajábamos de mozos a cambio de las sobras de comida que tiraban los amos que nos aceptaban. Ah, recuerdo cómo nos peleábamos para poder quitar el mantel y ser los primeros en comernos las migas, y a veces hasta las algarrobas que echaban al ganado... Así he pasado toda la vida hasta que fui demasiado vieja para trabajar. Mula vieja, mula vieja... Me echaron y fui tirando hasta que encontré ese corral en ruinas dónde vivo. Mula vieja, al corral caído.”
--María...
--El diablo me miró con los ojos llorosos y se fue por entre los helechos.
--Nunca he había contado eso, María --dije yo, sentado--. La señora me dijo que pasaba usted miseria, pero no sabía que... Aunque, el diablo... --No pude evitar reírme.
--Ah, se ríe... ¿De mí o del diablo?
--De usted no me reiría nunca, María, ¿cómo quiere que me ría si me cuenta todo eso? Pero el diablo, con cuernos y rabo, eso no me lo puedo creer.
--Pues no tardó en volver a aparecer.
--¿Y qué quería, si ya le había dicho usted que no?
--Ah, no se lo cree, no se lo cree, pero pregunta... ¿Lee lo que escriben otros, otros que no sabe quiénes son, pero lo que yo le cuento, que soy de aquí y se lo cuento ahora, eso no quiere creerlo...? Espere, ahora se lo explico. Bah, ríase, ríase... No ha visto usted nada... Yo había vuelto a salir a buscar caracoles y setas para comer. Me adentraba por la senda que se esconde en el bosque cuando, de pronto, miré hacia arriba y me lo encontré sentado en la rama de un roble. “Me habéis pegado un buen susto, en estos tiempos una no se puede fiar de quién va a encontrarse en el bosque”, le dije yo.
»”Te esperaba, María. Te esperaba para renovarte mi oferta”, va y me contesta él. “Continúo interesado en tu alma, María Pruan. El otro día no quisiste aceptar las riquezas que te ofrecí, pero hoy tengo una cosa mucho más importante.”
»”Venga, no me liéis, que acabaré quedándome sin comer. Deberíais ayudarme a buscar caracoles y setas”, le dije. Usted, Josep, no me cree a mí, así como yo tampoco me creía al diablo, quizá es por eso que ahora debe usted pensar que estoy loca de atar.
Yo no sabía dónde mirar, la vieja contaba la historia con una convicción tan grande que la hacía del todo creíble.
--“Los caracoles van despacio y las setas no se mueven mucho. Escúchame, por favor, María Pruan. A cambio de tu alma, hoy te traigo una cosa muy preciada. Los hombres y mujeres cuitan por buscar la felicidad. Si me das tu alma, yo te la daré. ¡Y dentro de la felicidad, claro está, se halla también el dinero!”
»”¿Y de qué me servirá?”, le contesté yo. “¿No os parece que si ahora me dieseis la felicidad, sería mucho más infeliz? ¿Qué haría yo, pobre de mí, cuando mirase atrás? Venís a pedirme el alma y no pensáis en todo lo que ha vivido, este alma mía. El otro día os expliqué la miseria en que había nacido, cómo vivíamos en nuestra cabaña, todos juntos, amontonados. La estima que sentíamos unos por otros y que parecía ser la única cosa que nos podía mantener con vida, el único motivo para seguir sufriendo, se hacía añicos cada vez que uno de los nuestros moría de enfermedad o de frío. Toda la vida me sentí despreciada por los amos, porque yo, como los perros, toda la vida he tenido amos. He sido siempre la criada sucia, la más pobre de las criadas, y cada día de mi vida ha sido un calvario, sólo he vivido cuando dormía, cuando me retiraba a mi rincón en el pajar de la casa de los señores, cuando me acurruco ahora en mi cubil y me cubro con la pelliza, cerca del fuego del corral. Mi vida ha sido de una infelicidad completa, desde el primer día hasta hoy, y ahora venís a darme la felicidad... No tenéis alma, sois cruel conmigo. Debéis querer mi alma para poder tener una propia. ¿Cómo os parece que podría yo soportar el echar la vista atrás, si ahora me dieseis la felicidad? Soy una pobre vieja infeliz, pero el pasado no me duele más que el presente. Si ahora me hicieseis feliz, me moriría.
--¿Y qué dijo, él? --Aquello del diablo no me hacía gran efecto, pero el calvario de María... Alguna vez he ido a caminar por Briolf; ¿cómo debía vivir allí, esa mujer? La solución para que nadie viva en la miseria es que nadie viva en ese lugar.
--No me cree, prefiere todas estas letras --me dijo, señalando los libros de la biblioteca-- a lo que yo le pueda contar. Venga, vuelva con sus libros, vuelva...
--No la quería ofender, María, siga, siga. --Yo no sabía qué cara poner.
--El diablo se me quedó mirando un rato. Tenía los ojos llorosos y, en vez de contestarme, pegó un salto hacia la copa del roble y desapareció entre las ramas y las hojas.
--Y eso fue todo. --Yo me levantaba de la silla.
--Todavía vino a verme una tercera vez. Un día en que me levanté temprano para ir a buscar espárragos. Ya tenía la cesta casi llena cuando noté que alguien me dejaba en ella unos cuantos más, y unas castañas fuera de temporada. Me di la vuelta y ya volvía a tenerlo delante de mí.
»”Te pido perdón, María Pruan. Normalmente nunca tengo que molestar a nadie con tantas visitas, no me había pasado nunca. Puedes decir con la cabeza bien alta que el diablo te ha pedido perdón. El primer encuentro suele ser el definitivo y sólo en contadísimas ocasiones he tenido que hacer una segunda visita. Y aquí me tienes, yo no me doy por vencido, soy el diablo. Los hombres me temen y me buscan, y yo siempre tengo alguna cosa para ofrecerles. Contigo, la cosa ha sido distinta, pero creo que hoy podremos solucionar el problema que nos ocupa.
»”¿Volvéis a pedirme el alma? Ya veo que sois tenaz, vos.”
»”Sí, bien mirado hace ya tiempo que me paseo por el mundo.”
»”¿Y qué me dais a cambio, esta vez? ¿Las castañas que me habéis dejado en el cesto, ahora que no es temporada?”
»”No, no, María Pruan, te daré otra cosa mucho más importante, una cosa que toda mujer desea tener. La vez pasada me dijiste que no soportarías el mirar atrás. Pero hoy te ofrezco la eterna juventud, volverás a ser joven y bella, María Pruan. Podrá buscarse un marido tan rico como quiera, una chica tan hermosa como lo serás tú.”
»”Ay.” Me senté sobre un tocón. “Vos que os movéis de un tiempo a otro y de aquí para allí sin ningún esfuerzo, vos que decís que lo sabéis todo, creo que no entendéis nada de nada. Yo ya fui hermosa. Ahora me veis arrugada y encorvada. Tengo las manos manchadas y grandes. Pierdo los cabellos y tengo la cara huesuda. Pero una vez fui muy hermosa, era alta y tenía el pelo como el otoño. Mi piel parecía una nube, blanca y suave. Pero todo eso duró muy poco porque mi cuerpo no pudo resistir todos los envites que ya os he relatado. Todavía no sé cómo pude llegar a ser tan hermosa después de haber crecido comiendo hierba... El trabajo y el esfuerzo, las tareas y el mal vivir me hicieron fea, con las manos ásperas y las piernas hinchadas de varices, los dientes se me cayeron bien pronto... Fui flor de un día, ¿cuántos hombres no me usaron a cambio de bien poca cosa...? Pero la eterna juventud, por otra parte, ¿de qué me serviría? Mirad, señor diablo, yo estoy cansada de vivir, sólo quiero que no me mareéis demasiado. No sabría encontrar un castigo más cruel que vivir para siempre. Ya os dije que en esta vida sólo he vivido cuando he dormido. Nada más...”
--María, yo..., no sé qué decir... --le dije yo, asombrado.
--Él tampoco. Se quedó tan pasmado que, cuando le dije que me ayudase a recoger espárragos, se agachó a mi lado y me puso unos cuantos en el cesto. Después, se fue, caminando, cabizbajo.
--Y entonces...
--Calle, haga el favor... El caso es que me olvidé del diablo. No volví a pensar en él hasta que, tiempo después, le vi caminar por la cima de una colina que hay cerca de las ruinas dónde yo vivía. Me quité el pañuelo de la cabeza y le hice señales para que se acercara. No miraba en mi dirección, y como yo pensé que estaría dolido conmigo y que no vendría, me acerqué hasta la cornisa dónde se había sentado.
»”Vienes a reírte de mí”, me dijo.
»”Venga, hombre, no os lo toméis así. Debéis tenerlas a manos llenas, las almas, una de más o de menos no hará rebosar el infierno.”
»”Tengo más de las que un fuego podría quemar, es cierto, pero me duele mucho no tener la tuya, María Pruan, ahora ya es casi una cuestión de amor propio.”
La vieja era convincente, convincente de veras, quiero decir... Para entonces, a pesar de mi escepticismo, ya no sabía qué pensar. Es cierto que había gente que decía que había visto al diablo. Y bastantes lugares que tienen como nombre el no-sé-què del diablo, el camino del diablo, la cornisa, el bosque... Pero cuando quise decir algo, ella me hizo callar con la mano.
--Entonces fue cuándo le dije: “Os daré mi alma si sabéis responder a la pregunta que llevo dentro desde pequeña.”
»”Un enigma, muy bien, eso me gusta, soy todo un especialista”, me respondió él, resabiado. No sé a quién me recuerda, con tanto libro y tanta biblioteca y tanta escuela...
»”No del todo, o quizá sí, eso quién puede saberlo”, respondí yo, que ya estaba un poco harta. “Cada día de esta vida, cada día que he sufrido, que me he cansado, que me han humillado, me he preguntado porqué hacía falta que yo viviese la vida que vivía. Os venderé mi alma si me dais un motivo para vivir, dadme sólo uno y os la venderé. Decidme por qué me tocó a mí vivir de tal manera, decidme por qué he vivido, qué falta le hacía yo al mundo... Yo no lo sé, y si queréis mi alma, ya os la podéis quedar, lo que le ha tocado vivir en la tierra no puede ser peor que lo que le puede tocar vivir en el infierno. Si tanto la queréis, ya os la podéis quedar, aunque no me respondáis a la pregunta que os hago. Ay de mí, si quizá ya la he perdido, si quizá la perdí hace ya tiempo, mi alma...”
La vieja respiró un momento y continuó.
--El diablo me miró a los ojos y me pasó la mano por la mejilla, ah, le puedo jurar que nunca nadie me había acariciado así. Lloraba. Me dio la espalda y se fue cabizbajo. El resto de la historia de mi vida ya la conoce usted: un día, un par de payeses del villar vinieron a buscarme para que fuera a casa Cadamont. A cambio, casa, comida y leña, ¡no podía decir que no, había tenido muchísima suerte! Y además, le he conocido a usted, Josep, qué más quiero...
No volvimos a hablar más del tema. Al día siguiente bajó la comida a la biblioteca como si nunca hubiésemos hablado de otra cosa que de escudella y de ollas. Los niños comieron y recogieron las mesas, un día más en el Sallent. Pasó un tiempo sin que ninguno de los dos dijera gran cosa, y la monotonía y sus imprevistos llenaron los meses siguientes, pero la verdad es que durante una buena temporada, cuando hacía alguna excursión por la zona, tenía yo la sensación de que alguien me seguía, oía voces y veía sombras, estaba convencido que la conversación con la vieja me había sugestionado.
Pero nada, todo siguió igual. Los años pasaban de la misma manera en que pasaban los cursos y los chavales que entraban y salían de la biblioteca. Terminó la dictadura de Primo de Rivera, pasaron los años intermedios y llegó la república, por bien que en el Sallent no se notó gran cosa, de todo esto. La carretera que hoy llega hasta allí, desde Bañolas o desde Olot, está llena de curvas, algunas bastante cerradas y peligrosas, pero lo que había por entonces no se podía calificar ni de camino. De fuera no llegaba nunca nada, yo hacía diez años que vivía allí y todavía era una novedad, el resto se limitaba a las cosechas, buenas o malas, y a las crías, abundantes o escasas. De la iglesia continuaban saliendo bebés recién bautizados, matrimonios y entierros.
El año 1934 enterramos a la vieja. Como no apareció a la hora de comer, entramos en su casa. Estaba sentada en el banco, junto a la chimenea. El cuerpo estaba frío y en el hogar no quedaba ni una brasa, pero tenía los ojos cerrados y estaba bien apoyada en la pared, la ropa la arrebujaba como si fuera una mortaja, como si alguien la hubiese acomodado. La puerta de la iglesia está a siete metros de la del cementerio, y lo primero que hago en cuanto llego al Sallent es abrir la reja y limpiar su lápida.
Aparte de esto, y hasta la guerra, reinó una normalidad extraña y turbadora. El frente avanzaba y también los preparativos para partir al exilio en Francia. Todo el mundo se tornó receloso, la abundancia había terminado y también el compañerismo y el buen talante, esto sí que se notó en el Sallent. Crucé la frontera con los de casa Cadamont. No nos pudimos llevar nada que no fuese imprescindible, pero la señora insistió en que debíamos cargar en el camión, entre otras cosas, una parte de la biblioteca, dentro de un baúl. Qué lloros y qué tristeza mostraban todos por no poder empezar un nuevo curso. El amo pidió a los payeses que se llevaran los libros a casa, repartió los muebles y las herramientas. Los masoveros nos acompañaron casi hasta Bañolas.
Desde aquel entonces, he vivido la Segunda Guerra Mundial, las derrotas y las posteriores victorias de los países enfrentados, sufrí heridas y sané de ellas. La estancia en Francia fue larga, casi ocho años. La casa que compré todavía está abierta, llena de libros, todavía conservo el baúl que quiso llevarse la señora. He pasado temporadas en Escocia, México, los Estados Unidos, Suecia, las Filipinas y una vez más Escocia. He aprendido idiomas y he sido maestro, tutor y bibliotecario por toda Europa... Imaginad una vida llena a rebosar...
El Sallent ha cambiado mucho, han cimentado la calle y el desvío de la carretera, que ahora está asfaltada y ha perdido algunas curvas, pero el mundo continúa lejos del villar. No se ha construido, hay casas vacías y gran parte de las demás han cambiado de propietario. Nadie se dedica a hacer de payés, o mejor dicho, muy poca gente, la mayoría de sus habitantes trabajan en Olot o en Bañolas... La casa que hacía las veces de escuela y de biblioteca se cae, hay dos vallas ante ella para evitar que la gente se acerque. El tejado está en mal estado, aunque no ha sido sólo el paso del tiempo, lo que ha dejado la casa maltrecha: por el villar corre el rumor de que en ella se esconde el dinero de casa Cadamont. Si se mira por entre las grietas de la puerta, se pueden ver montones de agujeros en el suelo y las paredes. Naderías, fábulas que aseguran que los de casa Cadamont escondieron su dinero en la biblioteca por si volvían del exilio. Todavía hay gente que sitúa un quimérico baúl lleno de dinero de casa Cadamont en unas cuevas imaginarias por el camino de la sierra de Finestres. Si supieran que dentro del baúl había libros...
Todo el mundo fabula. ¿Cuánto hacía, que yo no regresaba por aquí? Desde 1939... Hace casi setenta años. De los que vivían aquí por entonces, no queda nadie, puedo reconocer a sus hijos y nietos por las fisonomías que se repiten en las casas, hijos que se parecen a los padres o a las abuelas... Es la misma excusa, el mismo razonamiento que utilizo yo cuándo me dicen que soy igual que aquel primer maestro que llegó al Sallent tantos años atrás. Uno de los fotógrafos de la zona pasó por todas las casas de la comarca, los retratos todavía están colgados en comedores y vestíbulos. Los cambios en los peinados y en la ropa hacen más fácil la evasiva, pero, aún así, los hay que se maravillan de encontrar en ellas un rostro idéntico al mío. Hace tres años murió el último habitante del villar que me conoció, estaba ingresado en un asilo, casi no daba pie con bola, no me hubiese reconocido.
Los hay que dirán que he malgastado mi don haciendo de bibliotecario, pero si así fuera, me gustaría que supieran que no han entendido nada de nada. Cuando me canse de hacer de bibliotecario podré hacer todo cuanto quiera, sabiendo que tendré todo el tiempo que quiera... Algunos de los libros que hay en las bibliotecas de todo el mundo son míos, y hay quienes los utilizan como manuales, libros de historia, de viajes: ¿cuántas cosas he hecho y cuántas me quedan por hacer? Pierdo la cuenta de las primeras y también de las segundas.
Porque, si yo explicase que antes de irme del Sallent salí a buscar al diablo, ¿quién me creería? Nadie, quizá, como yo no creí a la vieja cuando ella me lo contó, pero la verdad es que después de mucho buscarlo, y de llamarlo por valles y picos, un día me lo encontré al costado de la cama, como un aparecido, después de haber pensado y deseado de todo corazón, como tantas otras veces, antes de cerrar el libro que leía, en qué no daría yo por tener todo el tiempo del mundo para poder leer.
Text view