Folk Tale

Baldak Borísevich

Translated From

Балдак Борисьевич

AuthorАлександр Афанасьев
Book TitleНародные Русские Сказки
Publication Date1855
LanguageRussian

Other Translations / Adaptations

Text titleLanguageAuthorPublication Date
Baldak BorisevichEnglish__
LanguageSpanish
OriginRussia

BALDAK BORÍSEVICH

En la invicta ciudad de Kíev se reunieron un día príncipes y boyardos, y también recios y poderosos bogatires, para celebrar un banquete en el palacio del zar Vladímir. Cuando estuvieron todos, dijo el zar Vladímir: -¡Oh vosotros, mis muchachos! Venid todos y juntaos en torno a una mesa. Todos se juntaron en torno a una mesa, comieron la mitad de lo que precisaba su hambre, bebieron la mitad de lo que su sed requería, y volvió a hablar el zar Vladímir con estas palabras: -¿Quién sería capaz, para gran servicio de mi persona, de ir hasta los confines de la tierra, hasta el más lejano de los reinos, a la corte del sultán turco, para quitarle su corcel crines de oro, y su gualdrapa de púrpura, matar a su gato maullador y escupirle en la jeta al propio sultán? Se ofreció, por su voluntad, el apuesto mancebo Ilyá Múromets, hijo de Iván. Pero en este punto habló la hija amada del zar Vladímir. -¡Oh, zar Vladímir, padre mío! Ilyá Múromets, hijo de Iván, se está jactando. El no podrá rendiros ese servicio. Dejad, bátiushka, marchar a tan nobles invitados y buscad luego por toda vuestra ciudad, por cuantas tabernas hay, a Baldak, hijo de Borís, un rapaz de siete años. El zar siguió el consejo de su hija, salió en busca del rapaz Baldak, hijo de Borís, y le encontró en una taberna, durmiendo debajo de un banco. El zar Vladímir le pegó con la punta del pie. Baldak se incorporó al instante como si tal cosa. -¡Oh tú, zar Vladímir! ¿En qué puedo servirte? A lo cual contestó el zar Vladímir: -Quiero que acudas a mi mesa. -Yo no soy digno de acudir a tu mesa. Yo me emborracho y ando tirado por los suelos. El zar Vladímir le dijo entonces estas palabras: -Cuando yo invito a mi mesa, forzoso es acudir. Tengo gran necesidad de ti. El rapaz Baldak, hijo de Borís, le rogó entonces que abandonara la taberna y volviera a sus regios aposentos, adonde pronto acudiría él. Baldak se quedó solo en la taberna, tomó unos tragos de fuerte licor para despejarse la cabeza y luego penetró, sin ser anunciado, hasta los aposentos del zar Vladímir. Se santiguó según mandan las Escrituras, saludó con reverencia, como es de buena crianza, hacia los cuatro puntos cardinales, y con comedimiento especial al príncipe Vladímir. -¡Salud te deseo, príncipe Vladímir! ¿Qué quieres de mí? Contestó el príncipe Vladímir: -¡Oh, tú, Baldak, hijo de Borís! Quiero que vayas, para gran servicio de mi persona, hasta los confines de la tierra, hasta el más lejano de los reinos, hasta donde vive el sultán turco para quitarle su corcel crines de oro y su gualdrapa de púrpura, para matar al gato maullador y escupirle en la jeta al propio sultán. Lleva contigo a cuanta gente necesites y coge todo el dinero que quieras. El rapaz Baldak, hijo de Borís, contestó así: -¡Oh tú, zar Vladímir! Basta que me des veintinueve valientes, y conmigo seremos treinta. Aunque las cosas se cuentan pronto, pero se hacen despacio, el rapaz Baldak, hijo de Borís, se puso en camino hacia la corte del sultán turco, ajustando el tiempo para llegar justo a la medianoche. Penetró en la corte del sultán, se llevó de las caballerizas al corcel crines de oro, le quitó la gualdrapa de púrpura, agarró el gato maullador y lo partió en dos, y al sultán le escupió en la jeta. Además, el sultán turco tenía un jardín de tres verstas que era su orgullo. En aquel jardín había toda clase de árboles plantados y crecían flores de toda clase. El rapaz Baldak, hijo de Borís, mandó a los veintinueve mozos que le acompañaban que talaran y abatieran el jardín entero. Luego él hizo fuego, lo quemó todo hasta las raíces y ordenó montar treinta tiendas blancas de fino lienzo. Por las mañanas, al despertarse muy tempranito, lo primero que hacía el sultán turco era echar una ojeada a su amado jardín. Aquel día, nada más mirar, vio que todos los árboles habían sido talados, luego quemados y que en el jardín se alzaban treinta tiendas blancas de fino lienzo. «Alguien ha andado por aquí -pensó-. ¿Será un zar, un zarévich, un rey, un príncipe o un recio y forzudo bogatir?» Entonces pegó una voz muy fuerte, llamando a su pachá favorito, y cuando acudió le habló de esta manera: -Algo está pasando en mi reino. Esperaba yo al rapaz Baldak, hijo de Borís, pero el que ahora ha venido es otro... Quizá un zar o un zarévich, un rey, un príncipe o un recio y forzudo bogatir... No lo sé, ni me imagino de qué modo podré saberlo. Acudió en esto la hija mayor del sultán, y le dijo a su padre: -¿Qué cuestión os tiene aquí en consejo sin que logréis resolverla? ¡Oh tú, sultán turco y padre mío! Dame tu bendición y manda buscar en todo el reino a veintinueve doncellas incompa-rables por su belleza. Iré con ellas, y así seremos treinta, a pasar la noche en las blancas tiendas de lienzo, y descubriré al culpable. Y en habiendo accedido el padre, fue ella a las tiendas con las veintinueve doncellas incompa-rables por su belleza. Salió a recibirla el rapaz Baldak, hijo de Borís, la tomó de las blancas manos y les gritó a los suyos: -iBuenos mozos y compañeros míos! Tomad a estas doncellas por las blancas manos, llevadlas a vuestras tiendas y haced con ellas lo que sabéis. Así durmieron juntos una noche. Por la mañana volvió a palacio la hija del sultán turco y le dijo a su padre: -¡Oh tú, padre mío y sultán turco! Ordena que hagan venir a los treinta mozos de las tiendas blancas de lienzo y yo misma te denunciaré al culpable. El sultán turco envió al instante a su pachá favorito hacia las tiendas para llamar al rapaz Baldak, hijo de Borís, y hacerle comparecer con todos sus compañeros. Salieron de sus tiendas los treinta mozos, y todos se parecían como hermanos: el mismo cabello, la misma voz... Y le dijeron al emisario: -Vuelve a palacio, que nosotros iremos en seguida. El rapaz Baldak, hijo de Borís, pidió a sus muchachos: -Miradme bien por todas partes y ved si tengo alguna seña especial. En efecto, resultó que tenía las piernas recubiertas de oro hasta las rodillas y los brazos recubiertos de plata hasta los codos. -Muy astuta es ella, pero a mí no me gana -dijo Baldak. En seguida hizo que todos sus compañeros tuvieran, como él, las piernas recubiertas de oro hasta las rodillas y los brazos recubiertos de plata hasta los codos. Les mandó ponerse los guantes, recomendándoles: -Cuando estemos en casa del sultán, que nadie se los quite hasta que yo lo diga. Conque no hicieron más que llegar a la mansión del sultán, cuando se adelantó su hija mayor señalando a Baldak como el culpable. -¿Y cómo me has reconocido? -le preguntó Baldak. -Quítate la bota de un pie y el guante de una mano. Ahí están las señas que te he hecho para reconocerte: tienes las piernas recubiertas de oro hasta las rodillas y los brazos recubiertos de plata hasta los codos. -¿Y te has creído que eso no puede pasarles a todos nuestros mozos? -re-plicó Baldak, y añadió, dirigiéndose a sus compañeros-: iA ver, muchachos! Quitaos todos la bota de un pie y el guante de una mano. Entonces pudo verse que todos tenían las mismas señas. El aposento entero resplandeció de tanto oro y tanta plata. Pero el sultán turco, que era muy compasivo, no dio crédito a lo que decía su hija. -¡Estás mintiendo! -le reprochó-. Yo quiero saber quién es el culpable, y tú me presentas a los treinta como tales. Y ordenó el sultán turco: -¡Fuera de aquí! Pero luego le entró más pesar, más tristeza, y con su pachá favorito empezó de nuevo a darle vueltas y más vueltas a la idea de descubrir al culpable. Así estaban reunidos en consejo, cuando se presentó la segunda hija del sultán turco, que habló de esta manera a su padre: -Dame, bátiushka, veintinueve doncellas, que conmigo serán treinta, para ir con ellas a las blancas tiendas de lienzo y, cuando hayamos pasado allí una sola noche, yo os denunciaré al culpable. Conque dicho y hecho. Por la mañana, y a través de su pachá favorito, el sultán turco mandó llamar a Baldak, hijo de Borís, y a todos sus compañeros con él. Baldak contestó lo mismo: -Vuelve a palacio, que nosotros iremos en seguida. Apenas se alejó el pachá, gritó el rapaz Baldak con su fuerte voz: -Salid todos de las tiendas, compañeros míos, salid los veintinueve mozos y miradme bien por si tengo alguna seña especial. Al instante salieron todos de las tiendas y vieron que Baldak tenía los cabellos de oro. -Muy astuta es ella, pero a mí no me gana --exclamó Baldak. Hizo que, como él, todos los mozos tuvieran los cabellos de oro y les mandó calarse bien los gorros sobre las altivas cabezas, recomendán-doles: -Cuando estemos en los aposentos del sultán turco, que nadie se descubra mientras yo no lo ordene. Nada más presentarse el rapaz Baldak con sus compañeros en los aposentos del sultán, éste le dijo a su hija mediana. -Indícanos cuál es el culpable, hija querida. Y ella, que le conocía muy bien porque había dormido con él toda una noche, se acercó a Baldak diciendo: -Aquí tenéis al culpable. -¿Y cómo me has reconocido? -le preguntó Baldak. -Quítate el gorro, que debajo está la seña que yo te hice: tienes los cabellos de oro. -¿Y te has creído que eso no puede pasarles a todos nuestros mozos? El rapaz Baldak ordenó a sus muchachos que se quitaran los gorros. Entonces se vio que también ellos tenían los cabellos de oro, y los aposentos resplandecieron. El sultán se enfadó con su hija. -Lo que dices no es cierto. Yo necesito un culpable, y según tú, todos lo son. ¡Largo a vuestras tiendas! -ordenó luego a los mozos. Todavía más triste y pesaroso se puso el sultán turco. Entonces se presentó su tercera hija, la menor de todas, y después de censurar el escaso acierto de las dos mayores, rogó a su padre: -Amado bátiushka: ordena que elijan a veintinueve doncellas, las más hermosas del reino, que conmigo sumarán treinta, y yo te descubriré al culpable. Concedido por el sultán lo que había pedido la menor de sus hijas, ésta marchó a pasar la noche a las tiendas de lienzo. Al instante salió de la suya el rapaz Baldak, hijo de Borís, tomó a la hija del sultán por las blancas manos y les gritó a los suyos: -¡Tomad a estas doncellas por las blancas manos, muchachos, y llevadlas a vuestras tiendas! Así pasaron aquella noche, y las doncellas volvieron por la mañana a sus casas. El sultán envió en busca de los buenos mozos a su pachá favorito. Llegó el mensajero a las blancas tiendas de lienzo con la orden de que el rapaz Baldak y sus compañeros se personaran en los aposentos del sultán turco. -Vuelve a palacio, que nosotros iremos en seguida. El rapaz Baldak, hijo de Borís, les dijo a sus compañeros: -A ver, muchachos, miradme bien por si tengo alguna seña especial. Los mozos estuvieron mirando y remirando a Baldak, pero no lograron descubrir nada. -Amigos -dijo entonces Baldak-, me parece que esta vez estoy perdido. Luego les rogó que atendieran una última recomendación suya y, dándoles un sable a cada uno para que lo llevaran escondido debajo de la ropa, añadió: -En cuanto yo haga una señal, os ponéis a pegar tajos a diestro y siniestro. Apenas comparecieron ante el sultán turco, se adelantó la hija menor. -Este es el culpable -afirmó señalando al rapaz Baldak-. Tiene una estrella de oro debajo del talón. Siguiendo sus indicaciones, descubrieron que tenía efectivamente una estrella de oro debajo del talón. El sultán turco despidió a los veintinueve mozos. Mandó que se quedara solamente el culpable, el rapaz Baldak, hijo de Borís, y le gritó con voz fuerte y chillona: -Como te ponga en la palma de una mano y pegue encima con la otra, no va a quedar de ti más que un charquito. A lo que contestó el rapaz Baldak: -¡Oh tú, sultán turco! A ti te temen zares y zaréviches, reyes y príncipes y también los recios y forzudos bogatires, mientras que yo, un chiquillo de siete años, no te temo. Yo te quité el corcel crines de oro y la gualdrapa de púrpura, maté al gato maullador, a ti te escupí en la jeta y, además, he talado y quemado tu querido jardín. El sultán se enfadó más todavía, y ordenó a sus servidores que montaran en la plaza dos postes de roble con un travesaño de arce, que colgaran del travesaño tres nudos corredizos -uno de seda, otro de cáñamo y el tercero de esparto- y pregonaran por la ciudad entera que todos los habitantes, desde los niños hasta los ancianos, se reunieran para asistir a la ejecución del reo ruso. Luego partió el sultán hacia donde estaban los postes de roble, montado en su carroza ligera en compañía de su pachá favorito y de la hija menor, la que había descubierto al culpable. Baldak iba sentado en el suelo, maniatado y con grilletes. Por el camino, el rapaz Baldak habló así: -Voy a contarte unas adivinanzas, y a ver si las aciertas, sultán turco. Dime: cuando un buen corcel camina, ¿para qué lleva la cola? -¿Eres tonto? -replicó el zar-. Cuando los caballos vienen al mundo ya tienen cola. Al poco rato habló de nuevo Baldak: -De las ruedas delanteras tira el caballo. ¿Quién demonios tira de las ruedas de atrás? -¡Habrá tonto! Se conoce que la proximidad de la muerte le ha trastornado el seso y no sabe lo que dice. El que hizo el carruaje le puso cuatro ruedas y las cuatro giran. Llegaron a la plaza y se apearon del carruaje. Al reo lo desataron, le quitaron los grilletes y le condujeron hacia la horca. El rapaz Baldak, hijo de Borís, se santiguó, saludó con reverencia hacia los cuatro puntos cardinales y pronunció en voz muy alta: -¡Oh tú, sultán turco! Antes de mandarme ejecutar, dame venia para hablar. -Di lo que quieras. -Tengo un caramillo, que recibí de mi bátiushka cuando él y mi madre me dieron su bendición, y quisiera tocar un poco, en esta última hora, para consolarme yo algo y divertiros a vosotros. -Bueno, pues toca en esta última hora tuya. Baldak se puso a tocar una música tan alegre, que a todos se les trastornó el juicio. Miraban y escuchaban embelesados, y hasta se olvidaron de por qué habían ido allí. El sultán se había quedado sin habla. Pero los veintinueve mozos, en cuanto oyeron el caramillo, cayeron sobre las filas de atrás con sus sables afilados y la emprendieron a tajos. El rapaz Baldak estuvo tocando hasta que sus compañeros mataron a toda la gente y llegaron al pie de la horca. El rapaz Baldak, hijo de Borís, dejó entonces de tocar el caramillo y dirigió estas últimas palabra al sultán turco: -¡Estúpido, más que estúpido! Vuelve la cabeza y mira cómo' picotean tu trigo mis gallos. El sultán turco volvió la cabeza y vio a toda su gente muerta, caída en tierra. Solamente quedaban, al pie de la horca, el sultán, su hija y su pachá favorito. Baldak el rapaz ordenó a sus mozos que ahorcaran al sultán con la cuerda de seda, al pachá favorito con la de cáñamo y a la hija menor con la de esparto. Terminado su menester partieron hacia la invicta ciudad de Kíev, donde estaba el zar Vladímir.


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